Estoy acostumbrado a acostumbrarme / con el insignificante sentido de las palabras / y no sé si el hombre le dio horas al tiempo / o el tiempo horas al hombre. Estoy libre en mis prisiones / calma siniestra por escapar / y no sé si los dioses crearon / el mundo para los hombres / o los hombres el mundo para los dioses / Estoy viviendo mi muerte / tácito pasillo que aborrece de oscuridad / y no sé si soy yo quien intenta escribir / o escribe quien intenta ser yo. "Hombre" de Fabricio Simeoni

14 de agosto de 2006

La excursión de Carlota


Un hombre se contorsionaba frenéticamente sobre una angosta camilla que era empujada veloz y trabajosamente mientras reía de manera alocada y profería gritos incomprensibles. Tenía los brazos y las piernas sujetadas con fajas a las barandas laterales pero, sin embargo, la fuerza que hacía para liberarse era de una magnitud que, por momentos, parecía que iba a darse vuelta precipitándose al suelo y arrastrando consigo a quienes lo transportaban.
Ignorando los saltos y espasmos que efectuaba a pesar de su posición, la marcha no se detenía y uno de los camilleros decidió, metros antes de la sala de destino, cumplir con la rutina prevista para estos casos e inyectar la habitual combinación de sedantes que se utilizaba para calmar a desdichados como aquel.
- Tranquilo, en menos de treinta segundos dormirás como un angelito, y suspiró aliviado cuando terminó de inocular la dosis.
- Si, pobre diablo, dijo su compañero, y, piadosamente, le sostuvo el antebrazo y la cabeza hasta que los movimientos cesaron y un profundo letargo se apoderó del exaltado paciente.
- ¿Soñará? Me desvela saber lo que pasa por su cabeza cada vez que se ríe así.
- A lo mejor ahora mismo está soñando, burlándose de nosotros y ni siquiera nos damos cuenta. Con gente como Parrino nunca se sabe…
Soñar el control. Soñar el poder. Carlos Parrino amaba la combinación de ambos sin analizar la posibilidad que uno fuese consecuencia del otro y disfrutaba de ellos cuando lograba incluirse en actos como un ser supremo dentro de ese orden de las cosas. Aunque los sueños fueran bastardos o las alucinaciones triviales, conformaban sus fantasías, su poder. Eran, concretamente, los apogeos de sus obsesivos intentos de manipulación y dominio sobre los demás.
Hacía varios días que le había brotado ese hormigueo que tan bien conocía y que lo empujaba a allanar caminos para demostrarse poderoso. Tenía que obtener el control. A cualquier precio y a cambio de cualquier cosa. Después de todo, nada le importaba más que gozar desde las alturas de la omnipotencia con el protagonismo de un acto de sometimiento y deleitarse con la víctima. Sólo en ese momento sentía que era, verdaderamente, él.
- ¿Valeria?
- Sí
- Llamo por el aviso…
Se había levantado muy temprano, de noche casi, porque el calor, la humedad y la cama le resultaban insoportables y rumbeó hacia el bar de siempre para desayunar el acostumbrado café con leche y medialunas. No consiguió el diario en el kiosco de la avenida porque estaba cerrado y maldijo en voz baja a don Vicente que, pensó, otra vez se había quedado dormido. Se creen que la tienen fácil, masculló, y supuso que repararía esa falta con el pasquín que compraban en el boliche donde se dirigía.
María lo atendía todas las mañanas y su figura regordeta, si bien no lo subyugaba, tampoco le parecía despreciable. Sin embargo, se había hecho sistemáticamente el distraído ante insinuaciones por parte de la moza temiendo no dominar la situación frente a aquella muchacha de ojos claros a la que, diariamente, accedía a contarle alguna que otra confidencia.
- Le dejo el diario, señor Parrino, recién lo traen.
- Siempre sabés lo que necesito, María.
- Usted supone demasiado, pero yo sé qué le vendría bien. A mí también me pasa lo mismo. Si quiere me avisa. Cada vez que vuelvo sola a casa, me aburro como un hongo…
No pudo evitar que el lenguaje, y la comparación, le resultaran ordinarios. Cuando la muchacha se alejó bamboleando sus inocultables redondeces, se sumergió en la lectura de las páginas de los clasificados armando, rato después, una breve selección con cinco o seis nombres, teléfonos y servicios.
Hacía tiempo que Parrino había decidido vivir solo. Su esposa pertenecía al pasado. No más convivencias se repetía siempre que podía y, de acuerdo a ese sentimiento, su universo estaba construido para autosatisfacerse sin ayuda. Todo ocurría en soledad. La única excepción sucedía a la hora de la comida: tanto el almuerzo como la cena formaban parte de un ritual que, a su modo, claro, gustaba compartir. Se porfiaba a sí mismo que quienes detentan el poder debían aislarse como una cuestión fundamental. Razonaba imposible dividir circunstancias para controlar situaciones.
Vivimos en lo alto de una gran montaña ¿verdad? Sólo él sabía cuánto disfrutaba escuchar una afirmación como respuesta a su obsesivo interrogante. Muchas veces se había preguntado el por qué de ese gusto de comer acompañado. Anteriormente, hasta se había gastado unos cuantos pesos en un ajado manual de psicología buscando la solución pero, si algún indicio se deslizó desde sus páginas, no lo vio o se hizo el tonto. La verdad la conocía solamente él.
- Te cuento, un encuentro normal son veinte pesos. Son masajes por todo el cuerpo. Si buscás otra cosa, más completita, lo charlamos. De ahí para arriba ¿entendés?
- ¿Lo hacés vos?
- ¿Y quién lo va a hacer? ¿Querés verme?
- Lo voy a pensar. Si me decido, te llamo de nuevo, ¿está bien?.
- Te espero, amor. Estás calentito. Me parece que vas a venir enseguida.
- ¿Sos pelirroja como dice el aviso?
- Si, toda.
Cuando cortó la comunicación y apagó el teléfono celular se notó un poco agitado, que el corazón le latía más aceleradamente y que sus manos estaban transpiradas. Miró hacia los costados intentando disimular -y disimularse- que la susurrante voz de su interlocutora lo había excitado más de la cuenta provocándole una repentina erección. Nada lo alteraba más que exhibir sus sensaciones y estaba en una de esas coyunturas donde se odiaba a sí mismo por la delación que, involuntariamente, entregaba desde su cuerpo.
Juntó las piernas con fuerza procurando clarificar sus ideas. Cuando lo logró, a los pocos minutos, la turbación desapareció. Sin embargo, sabía muy bien que el proceso hacia una nueva toma del control y el poder había comenzado y no sería fácil detenerlo: debía conocer a Valeria. Pagó y saludó con cortesía. María lo miró esperando un gesto de invitación para más tarde pero la ignoró y marchó de regreso a su casa. Tenía cosas que hacer y poco tiempo para perder.
No recordaba si la había alimentado la noche anterior. Ojalá no se hubiese escapado de su pequeño refugio en búsqueda de comida porque iba a resultar complicado encontrarla. Semanas antes, una situación similar lo había colocado en dificultades para recuperarla. Además, estaba más que apurado como para reparar en muchos detalles a la hora de rastrear su mascota.
¿Ella sentirá por mí lo mismo que yo por ella? La pregunta lo atormentaba y nunca encontraba una respuesta justa o que, al menos, lo tranquilizara razonablemente. La quería, si, pero sospechaba. Acaso innecesariamente. No lograba digerir la independencia que revelaban sus movimientos; la autonomía de su conducta. ¿Acaso necesitaba algo más de lo que él le ofrecía? ¿Lo buscaría en otros lugares? Tuvo que admitir, ahí nomás, que esas cuestiones, menores o no, le hacían daño. Con el amor, después de todo, no se juega, se dijo, pero la sensación de desconfianza nunca lo abandonaba...
En realidad se sentía prisionero. Toda una contradicción para alguien como él, pero una prisión, quizás la única, que parecía dispuesto a tolerar. Una prisión que no tenía jaulas ni celdas pero era, había concluido amargamente más de una vez, inexpugnable.
La caja revestida en terciopelo azul descansaba sobre el desvencijado trinchante del comedor. La tapa estaba en su lugar y no parecía que alguien hubiera huido de allí dentro. Para verificarlo, igualmente, echó vistazos hacia el interior por los diminutos orificios que poblaban cada una de las caras y se tranquilizó cuando comprobó que Carlota no se había movido de su recinto.
- ¿Te parece que comamos algo antes de salir? Mientras hablaba, acercó tanto la nariz a la caja que pudo sentir un pequeño cosquilleo como si lo estuvieran acariciando. Gustaba de esos arrumacos. No tenía hambre pero, previsor, como ignoraba cuánto tiempo estaría fuera -y apetito era algo que no le agradaba padecer- se convenció de adelantar el almuerzo. Si lo hacían los dos juntos, además, podría despreocuparse de la ración de Carlota por el resto del día.
Una vez que la mesa estuvo puesta y servida, se ubicó en uno de los extremos. A su derecha, dentro de una caja más grande, aguardaba su compañía.
- Vino blanco para mí y unas gotitas de agua mineral para mi amiga. Luego se quedó mirándola como si le fuese a contestar y prosiguió:
- Hoy vamos a comer unos ricos calamares pero para vos, cariño, sin salsa. Degustar calamares era parte del ritual. Carlota rodeaba con sus miembros los minúsculos trozos del molusco y parecía estudiar la consistencia del menú que le habían servido. Parrino, por su parte, se ufanaba de la intimidad del momento que vivían y ansiaba eternizarlo. Cerró los ojos y, volando, se imaginó lejos de allí. Esto es vida, pensó, y chocó su copa, a modo de brindis, contra la caja con su fiel acompañante.
Veloz, el tiempo pasó. Tomó el cofrecito y partió hacia el objeto de su renovado deseo.
Tocó timbre, esperó unos instantes y, cuando se abrió la puerta, la imagen de la mujer que apareció lo sorprendió. No era como había imaginado sino increíblemente mejor. Cabello largo, rulos colorados, piel desmesuradamente blanca y algunas pecas sobre el rostro; ojos negros, negrísimos caviló, y cejas rojizas.
- No mentiste con tu pelo.
- Nunca miento. Dale, entrá rápido que después los vecinos hablan estupideces.
- Espero que la pasemos bien.
- Seguro bebé ¿por qué no?
- Recién nos conocemos. Somos, perdón, soy un perfecto extraño.
Mientras hablaban iba observando el ambiente y dedujo que no estaba nada mal: un par de habitaciones alfombradas, paredes empapeladas y cortinas razonablemente al tono. Distaba de ser el vulgar, frío y despoblado departamento que se estilaba para estos encuentros y no pudo evitar cierta intriga sobre el porqué -¿para quién trabajará esta criatura?- pero el vértigo de su ansiedad le impedía detenerse, justo allí, en esas tribulaciones.
- ¡Qué carita de serio que tenés! Aflojate un poco que todavía no me comí a nadie y sacate algo de ropa, le soltó con un desparpajo casi tan adolescente como el semblante que regalaba.
- Bueno, pero vos tendrías que hacer lo mismo, ¿no te parece?
- Lo primero es lo primero.
Comprendió el mensaje y abrió su billetera desplegando un billete de cincuenta pesos. La chica lo miró azorado porque era más del doble de lo que cobraba y, temerosa, lo tomó desconfiadamente. Pensó que podía ser falso pero cuando se convenció de su autenticidad, quedó más perpleja aún.
- No tengo vuelto. Sabés cómo es esto, ¿verdad?.
- No quiero vuelto Valeria. Vos no mentís y yo soy generoso con quienes me gustan. Cuando dijiste veinte pesos aclaraste que era de ahí para arriba. Además, esto me da la oportunidad de pedirte algunas cositas más ¿si?.
Una vez que pronunció esta frase miró a la chica y pudo advertir que se había asustado. Desde el brillo que despedían sus ojos negros presintió un miedo que podía paralizarla y decidió aprovecharse de ese temor para volcar el control de la situación a su favor. Era hora de comenzar a jugar.
- Dale, desvestite, le dijo.
No pudo negarse. Después de todo ya le habían pagado y, aunque algunas cosas no cerraban del todo, igual hizo caso y comenzó a desnudarse. Al verla, quedó boquiabierto: sus movimientos no eran como los de esos fingidos strip tease que conocía hasta el cansancio. Cuando abrió la blusa dejando caer libremente sus pechos, lo hizo de una forma tan natural que Parrino no pudo dejar de admirarla con indisimulable excitación. Lo mismo sucedió para el rito de los ajustadísimos pantalones donde pensó que, más que bajándoselos, se los estaba despintando.
- Lo adicional que haremos, para empezar, es que te voy a atar a la cama.
- ¿Sos un chanchito al que le gustan esas cosas? preguntó maliciosa.
- Si, contestó, mientras una lasciva sonrisa ganaba su rostro.
Se movió unos pasos hasta la silla donde había colgado la ropa para buscar las cuerdas y, dando la espalda para que no lo advirtiera, la cajita de Carlota. Primero fue el turno de las muñecas a la cabecera. Luego el de los tobillos a la piecera. No hubo resistencia y hasta se escuchaban suspiros, ciertamente profesionales, aumentando el erotismo del clima. Una vez que la escena quedó terminada convenientemente se detuvo a contemplarla como un artista: la chica estaba amarrada, indefensa y con las piernas totalmente separadas. La tenue luz de los veladores y el pronunciado contraste entre el color de la piel y la lencería hacían que el cuadro semejara un fresco intimista más que una instantánea de la realidad fabricada por él.
- ¿Y ahora qué, bebé? lo desafió con soberbia.
- Ahora, mi vida, la sorpresa.
Se dio vuelta, abrió su tesoro y, cuidadosamente, depositó al habitante de la urna sobre el abdomen de la mujer. Estupefacta, comenzó a temblar y a balbucear entre sollozos. Su cara angelical se transformó en una sola mueca de horror. Carlota, impasible, iniciaba una lenta y apacible exploración sobre la epidermis de la pobre infeliz que, inmovilizada, suplicaba angustiosamente su liberación. Aceleraba y se detenía repitiendo las acciones. Ni el vello ni la piel de gallina entorpecían la caminata y sus ocho extremidades acariciaban suavemente la delicada superficie como si fuesen extensiones de los dedos y las manos del mismísimo Parrino. Descendió hacia la pelvis y entonces descargó un gemido que inmovilizó al animal. La adrenalina lo devoraba y casi no podía hablar.
- Tocala. Tocala despacio, querida. Hace varios días que estabas encerrada esperando por este momento. Papito te había reservado este paseo. Bajá otro poco más, la alentó, es toda tuya.
- ¡Sacame esto de aquí, hijo de puta!
- ¡Callate, puta de mierda! Acá y ahora mando yo ¿está claro? exclamó levantando la voz hasta que el silencio se apoderó del dormitorio.
La mujer, lejos de amedrentarse, continuó gritando con mayor desesperación aún y terminó por colmar la débil paciencia de Parrino. Tembloroso y visiblemente excitado tomó la Smith & Wesson de su campera, envolvió el caño con una de las almohadas desparramadas por el piso y la apoyó sobre la cabeza de la pobre muchacha que le servía de ofrenda. Cerró los ojos y apretó el gatillo rubricando el final. Jadeante, se miró y pudo comprobar que la tela del slip testimoniaba el éxtasis que le había provocado el desenlace de su obra.
- Una más Carlota, una más…, y comenzó a llorar.
La alarma del reloj digital que colgaba en uno de los paneles de la sala comenzó a sonar y la sesión finalizó. Con el último shock eléctrico el cuerpo del paciente se volvió a sacudir, la cabeza se echó bruscamente hacia atrás y sus ojos se abrieron desorbitadamente mientras lanzaba, inconsciente, un alarido desgarrador. Hasta sus pantalones se mojaron luego de una penosa incontinencia.
- Creo que es suficiente por hoy.
- La verdad es que no lo soporto más. Cada vez tiene más alucinaciones. Si sigue así, sin mejorar, no conozco muchas más terapias o remedios para calmarle estos ataques. Parecen incurables.
- Lo vamos a terminar liquidando sin querer.
- ¿Y a quién le importa?
- Tenés razón, llevémoslo al pabellón.
Cumplida la triste tarea, los enfermeros comenzaron a empujar nuevamente la camilla por los fríos pasillos del hospital, aunque ahora sin el menor cuidado por la humanidad de quien yacía sobre ella. La galería era recta y la iluminación que despedían los tubos fluorescentes proyectaba las sombras sobre las derruidas paredes como si el lugar fuese un siniestro pasadizo donde el tiempo nunca transcurría y en el que todo podía suceder.
- Pérez ¿qué es eso que te sube por el brazo?
No pudo contestarle. Cayó fulminado como si lo hubiese alcanzado un rayo. Su compañero trató de reanimarlo ahí mismo pero no hubo caso. Cuando se percató de lo irreversible sólo atinó a destapar violentamente el cuerpo acostado: aún dormía pero notó que había cambiado la expresión y hasta pudo adivinar un rictus de oscura y perversa sonrisa dibujado en su boca. Instintivamente comenzó a revisarlo. Le resultó incomprensible una cajita abierta forrada en terciopelo azul sobresaliendo entre la verde ropa de cirugía que vestía el enfermo. Fue tan incomprensible el hallazgo como el motivo que había derribado a su colega segundos antes.
Gritó desesperadamente pidiendo ayuda. Mientras aguardaba la llegada del auxilio, miró por la ventana. Afuera había sol, la humedad todo envolvía y el calor sofocaba. Nunca imaginó que era la conjunción perfecta para que una viuda negra saliera de excursión. Carlota en tanto, libre y ajena, apuraba sus pasos rumbo al césped del jardín.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

uno de los mejores cuentos que leí en mi vida, escalofriantemente estremecedor

Lupus dijo...

gracias hugol por tus palabras
gratifican los elogios
me gustarìa saber quièn sos, de donde, y cómo llegaste hasta acá
gracias de nuevo de parte de Carlota, de Carlos Parrino y mías obviamente jejeje

Lic.Klgo. Perricone Sebastian dijo...

hola rober, lei uno de tus cuentos y la verdad que son muy buenos. felicitaciones!
www.kinesiologoperricone.blogspot.com